Texto: Raúl Beltrán García
Fotografías: Sitoh Ortega
Ha colaborado con Elton John, Tom Jones, Cliff Richard o Joe Cocker. No falta cada año a su cita en el Ronnie Scott’s jazz Club de Londres, que está considerado como ‘la Catedral del jazz’ de Europa, y lleva más de cincuenta años subida a los escenarios de medio mundo, desde que con 18 se unió a uno de los grupos de gospel más importantes de la época: la formación liderada por Alex Bradford.
Es
Madeline Bell y el pasado fin de semana estuvo en Jaén, en
Casallana, acompañada por David
Lenker al piano, el incombustible
Francis Posé al contrabajo
y Manolo Toro a la percusión. Llegó la noche anterior a una nueva
catedral del jazz, en plena calle Llana, donde el poeta Miguel
Hernández paseara su famélica figura en los tristes meses del 37,
en plena contienda. Allí escribió la mayoría de los poemas de su
obra ‘Vientos del sur’ (Aceituneros’, ‘El sudor’,
‘Campesino de España’ o ‘Jornaleros’). En aquella misma
calle, a medianoche, con su gran sonrisa blanca, su enjuta figura de
una veinteañera que se resiste a revelar sus más de setenta
primaveras (23 de julio de 1942,
Newark,
Nueva Jersey),
Madeline Bell conoció los mimos de un enclave mágico del Jaén que
nunca despierta.
La
hipermetropía jienense (por usar una metáfora de la estúpida
desidia provinciana de esta tierra, que se hace cientos de kilómetros
para ver espectáculos peores) dejó pasar una vez más la
oportunidad de disfrutar con una de las mejores voces del planeta, y
esta vez no había escusas económicas porque los promotores
(conscientes del mal que pudre la eterna ciudad del “aquí no hay
nada”) ofertaron dos pases, uno con almuerzo y otro simplemente
para el concierto. En fin, nada nuevo.
En
esta ocasión Francis Posé estaba en el centro del escenario, como
lo que es, un músico que lleva años aglutinando a grandes nombres
del jazz patrio e internacional y cuyo nombre debe figurar ya con
letras de oro al lado de los maestros, porque Posé es eso, un
maestro de las cuatro cuerdas con el compás más exquisito que pueda
hoy en día escucharse. Cada golpe de su contrabajo tiene una marca
propia, claramente influida por el duende flamenco de esta tierra.
A
su diestra, menos academicista y ortodoxo que otros pianista
europeos, David Lenker sacó en cada nota de su teclado el ADN
americano, cada vez más influido por el susurro melódico de su
Granada y regaló al (nunca mejor dicho) respetable público (a pesar
de mi torpe presencia) algunas bellas composiciones. Con ellos,
Manolo Toro acariciaba la caja dando sentido a aquel banquete
musical.
Lo
de Madeline Bell es aparte. La naturaleza se permite ciertos
caprichos para gozo de los mortales y amargura de quienes con miles
de años de esfuerzo y trabajo nunca llegarán al nivel de no pocos
genios de la música cuya voz tiene la ignota característica de
sublimar el alma. Es así de simple. Se tiene o no se tiene. Y
Madeline tiene tanto que se le cae, le chorrea. Sin embargo, el genio
y el talento a veces relaja ciertos músculos. La tablet
que usaba para leer las letras de la mayoría de las canciones emitía
interferencias que distorsionaban su talento, la emoción en la
ejecución y llegaban al público lavadas de grandeza, de
fuerza. Quizá en grandes aforos pase más
desapercibido, pero en un pequeño formato como el de Casallana, hace que se pierda emoción.
La diferencia con la parte final del concierto, cuando los asistentes empujaron a Bell y al cuarteto a regalar algunos clásicos del soul, fue reveladora. Desaparecieron las interferencias y Madeline Bell estalló en toda su genialidad mostrándose, como lo que es, una de las mejores voces del jazz y el soul mundial.
La diferencia con la parte final del concierto, cuando los asistentes empujaron a Bell y al cuarteto a regalar algunos clásicos del soul, fue reveladora. Desaparecieron las interferencias y Madeline Bell estalló en toda su genialidad mostrándose, como lo que es, una de las mejores voces del jazz y el soul mundial.
Sí,
y estuvo en Jaén, en Casallana. ¡Ah!, ¿que no te enteraste? Claro.
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